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miércoles, 31 de julio de 2013

"La Reina de Cuba" (II)


Durante 16 años, Ana Belén Montes hizo una labor brillante, tanto en Washington como en La Habana. Contratada por la DIA como especialista en investigación, comenzó una carrera ascendente. Pronto se convirtió en la analista principal de la DIA sobre El Salvador y Nicaragua, y más tarde fue designada analista política y militar jefe para Cuba. En los servicios de inteligencia y en la sede central de la DIA, la apodaban “la Reina de Cuba”. No solo era una de las más avezadas intérpretes de los asuntos militares cubanos que tenía el Gobierno estadounidense -poco sorprendente, dado que tenía informaciones privilegiadas- sino que aprendió a influir en la política de Estados Unidos (a menudo para suavizarla) respecto a la isla.

En su meteórica carrera, Montes recibió gratificaciones en metálico y diez reconocimientos a su labor, entre ellos un certificado especial que le entregó el entonces director de la CIA, George Tenet, en 1997. Los cubanos también premiaron a su mejor alumna con una medalla, un símbolo privado que Montes nunca pudo llevarse a casa.

Se convirtió en un modelo de eficacia, una monja guerrera incrustada en el corazón de la burocracia. Desde el cubículo C6-146A en el cuartel general de la DIA, en la Base Conjunta Anacostia-Bolling de Washington, tenía acceso a cientos de miles de documentos secretos, y solía almorzar en su mesa, absorta en aprenderse de memoria páginas sin fin de los informes más recientes. Sus colegas recuerdan que podía ser simpática y divertida, sobre todo con los jefes o cuando intentaba acceder a una reunión informativa en la que iba a haber secretos. Pero también podía mostrarse arrogante y solía rechazar las invitaciones a actos sociales.

Cuando Montes terminaba su jornada en la DIA, comenzaba su segundo empleo en su apartamento de Macomb Street, en Cleveland Park. Nunca se arriesgaba a llevarse un documento a casa. Lo que hacía era memorizar con gran detalle lo que leía durante el día y luego reproducir documentos enteros en un portátil Toshiba. Noche tras noche, durante años, vertió documentos del máximo secreto en disquetes baratos que compraba en Radio Shack.

Su técnica era clásica. En La Habana, los agentes de los servicios cubanos de inteligencia le enseñaron a pasar paquetes a otros espías sin que se notara, a comunicarse en clave y a desaparecer en caso necesario. Incluso le enseñaron a fingir ante el detector de mentiras. Según contó ella después a los investigadores, se trataba de contraer estratégicamente los esfínteres. No se sabe si el truco funcionaba, pero el caso es que Montes pasó el detector de mentiras de la DIA en 1994, cuando ya llevaba un decenio espiando.

Montes recibía la mayoría de sus órdenes de la misma forma que casi todos los espías desde la época de la guerra fría: a través de mensajes numéricos transmitidos de manera anónima por onda corta. Sintonizaba un aparato de radio Sony con la frecuencia 7887 y esperaba a que comenzara a emitir la “emisora de los números”. Una voz de mujer interrumpía las intereferencias de ultratumba para declarar: “¡Atención! ¡Atención!” y soltar 150 números en medio de la noche. “Tres-cero-uno-cero-siete, dos-cuatro-seis-dos-cuatro,” repetía la voz. Montes tecleaba luego las cifras en su ordenador y un programa que le habían instalado los cubanos convertía los números en texto en español.

También se arriesgó a reunirse con cubanos en persona. Cada pocas semanas, cenaba con sus contactos en restaurantes chinos del área de Washington, y aprovechaba para pasarles un puñado de nuevos disquetes por encima de las exquisiteces orientales. También había entregas clandestinas durante sus vacaciones en soleadas islas del Caribe.

Montes llegó a viajar en cuatro ocasiones a Cuba, para reunirse con los máximos responsables de los servicios de inteligencia. En dos de ellas, utilizó un pasaporte cubano falso, se disfrazó con peluca y viajó a través de Europa para disimular su pista. Otras dos veces, obtuvo la autorización del Pentágono para ir a la isla en misiones oficiales dentro de su trabajo para el Gobierno. De día tenía reuniones en la Oficina de Intereses de Estados Unidos en La Habana, pero luego se escabullía para informar a sus jefes cubanos.

En Estados Unidos, cuando Montes necesitaba transmitir un mensaje urgente, tenía un número de 'busca'. Buscaba cabinas telefónicas en el Zoo, la estación de metro de Friendship Heights o la tienda de Hecht’s en Chevy Chase para llamar a los 'buscas' de los cubanos. Había una clave que significaba “Estoy en grave peligro”; otra, “Tenemos que vernos”. Entrenados en las tareas de espionaje por el KGB, los cubanos se fiaban de las viejas herramientas del oficio. Por ejemplo, las claves de busca y las notas de onda corta se escribían en papel con un tratamiento especial. “Las frecuencias y la hoja de consulta de los números estaban en papel soluble en agua”, explica Pete Lapp, del FBI, uno de los dos máximos responsables de investigar el caso. “Un papel que, cuando se tira al inodoro, se evapora”.

El trabajo de espía era solitario. Montes no podía confiar más que en sus contactos. Las reuniones familiares y las vacaciones con sus dos hermanos del FBI y sus respectivos cónyuges, también del FBI, estaban cargadas de tensión. Al principio, los cubanos le bastaban como vida social. “Me daban apoyo emocional. Comprendían mi soledad”, dijo Montes a los investigadores. Sin embargo, al cumplir 40, Montes empezó a deprimirse. “Tenía ganas, por fin, de compartir mi vida con alguien, pero era una doble vida, así que me parecía que nunca podría ser feliz”, confesó. Los cubanos le buscaron un amante, pero, después de un par de días entretenidos, ella se dio cuenta de que no podía ser feliz con un novio “de encargo”.

El aislamiento de Ana se agravó aún más cuando, por una extraña coincidencia, Lucy empezó a trabajar en el mayor caso de su carrera: un golpe masivo contra los espías cubanos que trabajaban en Estados Unidos. Fue en 1998. La oficina de Miami había descubierto una red de espías cubanos con base en Florida, la llamada Red Avispa. Con más de una docena de miembros, la Red Avispa estaba infiltrándose en organizaciones de cubanos en el exilio y en instalaciones militares estadounidenses de Florida. Para Lucy, el caso Avispa fue el cénit de su carrera. El FBI le había ordenado que tradujera horas de conversaciones grabadas de espías cubanos que estaban tratando de penetrar en la base del Mando Sur de Estados Unidos, en Doral. Lucy recibió elogios de sus jefes y una condecoración de una cámara de comercio hispana de la región. Pero nunca se lo contó a Ana. Aunque esta última era una de las principales expertas del mundo en Cuba y lo normal habría sido pensar que le iba a encantar saber que su hermana había contribuido al descubrimiento de la red de espías, Lucy estaba convencida de que Ana habría cambiado de tema. “Sabía que no le iba a interesar oírmelo contar ni hablar de ello”, dice.

El triunfo de Lucy se convirtió en motivo de desesperación para Ana. Sus contactos, de pronto, se ocultaron. Pasaron meses sin querer hablar con ella, mientras valoraban las consecuencias de la investigación. “Era una cosa que me permitía sentirme a gusto conmigo misma, y desapareció”, contó después a los investigadores. Y con ello, tocó fondo. Empezó a llorar sin motivo, a experimentar ataques de pánico e insomnio. Buscó tratamiento psiquiátrico y empezó a tomar antidepresivos. Posteriormente, los psicólogos consultados por la CIA llegarían a la conclusión de que el aislamiento, las mentiras y el temor a ser capturada habían agudizado unos síntomas que rayaban en el trastorno obsesivo-compulsivo. Montes se aficionó a darse largas duchas con diferentes jabones y a llevar guantes cuando iba en el coche. Mantenía un control estricto de su dieta y, a veces, no comía más que patatas cocidas sin sal. En una fiesta de cumpleaños que se celebró en casa de Lucy en 1998, Ana estuvo sentada con el rostro impasible y casi sin hablar. “Algunos amigos míos pensaron que era una maleducada, que había algo peculiar en ella. Y lo había. Había perdido a su contacto”, explica Lucy.

Dentro de la DIA, la analista estrella seguía estando por encima de toda sospecha. Montes había logrado mucho más de lo que habían podido imaginar los cubanos. Se reunía con la Junta de jefes de estado mayor, el Consejo Nacional de Seguridad e incluso el presidente de Nicaragua para informarles sobre la capacidad militar de Cuba. Ayudó a redactar un polémico informe del Pentágono en el que se decía que Cuba tenía una “capacidad limitada” de hacer daño a Estados Unidos y solo podía ser un peligro para los ciudadanos estadounidenses “en determinadas circunstancias”. Y estaba a punto de obtener otro ascenso, en esta ocasión una prestigiosa beca para trabajar con el Consejo Nacional de Inteligencia, un órgano consultivo que asesoraba al director de los servicios de inteligencia y que tenía su sede en el cuartel general de la CIA, en Langley. Montes estaba a punto de lograr acceso a informaciones todavía más valiosas. Su trayectoria de espía habría alcanzado alturas inimaginables si no hubiera sido por un funcionario corriente de la DIA llamado Scott Carmichael.

De rostro redondo e incómodamente embutido muchas veces en trajes de las tallas especiales de Macy’s, Carmichael no encaja en el esterotipo del cazaespías sofisticado y educado en Georgetown. Él dice, entre risas, que es “un guardia de seguridad de Kmart”, pero, desde hace un cuarto de siglo, el trabajo de este expolicía del cinturón ganadero de Wisconsin consiste en cazar espías para la DIA.

En septiembre de 2000 Carmichael obtuvo una pista fundamental. Una funcionaria de los servicios de inteligencia había ido a ver al veterano analista de contraespionaje de la DIA Chris Simmons y, pese a que representaba poner en peligro su puesto de trabajo, le había dicho que el FBI llevaba dos años tratando en vano de identificar a un funcionario de la administración que, al parecer, era espía cubano. Era un caso etiquetado “UNSUB”, es decir, “unidentified subject”, sujeto no identificado. El FBI sabía que la persona en cuestión tenía acceso privilegiado a documentos de Estados Unidos sobre Cuba, había comprado un portátil Toshiba para comunicarse con La Habana, y alguna otra cosa más. Pero, con tan pocos detalles, la investigación estaba estancada.

Carmichael se puso a trabajar en ello. Junto con su colega Karl James, “El caimán”, cotejó varias pistas de las que tenía el FBI con las bases de datos de sus empleados. Los funcionarios de la DIA renuncian a gran parte de su derecho a la intimidad cuando solicitan autorizaciones para acceder a materiales secretos, de modo que Carmichael pudo entrar en los estados de cuentas personales, los historiales médicos y los itinerarios detallados de viaje de muchos de ellos. La búsqueda de ordenador produjo más de 100 nombres posibles. Después de examinar alrededor de 20, apareció en la pantalla de Carmichael “Ana Belén Montes”.

Carmichael ya la conocía. Cuatro años antes, un analista colega de Montes en la DIA había dado la voz de alarma, preocupado por sus intentos, a veces excesivos, de tener acceso a información delicada. Carmichael la había entrevistado y había pensado que mentía. “Me había dejado intranquilo”, recuerda. Pero Montes había sabido explicar todos sus actos y Carmichael había dado carpetazo al asunto. Ahora, la pantalla de ordenador volvía a mostrar su nombre, y él se convenció de que debía de ser la espía. “Estaba seguro, completamente seguro de que tenía que ser ella”, dice.

El FBI, sin embargo, no lo vio tan claro. El agente responsable, Steve McCoy, le puso peros a la tesis de Carmichael, destacó que muchos otros empleados y contratistas de la administración federal encajaban con las mínimas pruebas circunstanciales que parecían apunar a Montes. Y algunas de las pruebas de Carmichael no tenían sentido.

Carmichael reconoció que su teoría tenía lagunas y se recordó a sí mismo que Montes era una funcionaria ejemplar. Además, sabía que desde la guerra fría se había procesado a muy pocas mujeres por espionaje en Estados Unidos. Aun así, estaba seguro de tener razón. Cuando salió de las oficinas del FBI aquel primer día, hizo una promesa. “Recuerdo que miré hacia la DIA y estaba muy cabreado”, dice, años después. “Le dije al Caimán que aquello era la guerra. Vamos a deshacernos de esa... mujer, y estos tíos no lo saben todavía, pero van a acabar ocupándose de su caso”.

Carmichael elaboró el expediente sobre Montes y empezó a dar la lata a McCoy con datos, fechas y coincidencias. Se buscaba excusas para pasar por el despacho del agente del FBI a hablar de Montes e ir rellenando huecos. Y cuando McCoy le ignoraba, acudía directamente a sus jefes.

Al cabo de nueve semanas, la incesante campaña de Carmichael dio fruto. McCoy se convenció y convenció a sus jefes para que abrieran una investigación formal. “Fue un golpe de suerte que la DIA nos viniera a decir que sospechaban de Montes”, dice Pete Lapp, el compañero de McCoy en el caso. A pesar de sus diferencias, McCoy asegura que Carmichael merece todos los elogios por su tenacidad: “Él fue quien descubrió el caso y nos proporcionó a la culpable y a partir de ahí, el FBI pudo desarrollar su investigación”.

Cuando el FBI tomó cartas en el asunto, asignó más de 50 personas a la investigación y obtuvo autorización de un juez del Tribunal de Vigilancia de Inteligencia Extranjera, a pesar de su escepticismo, para llevar a cabo registros a escondidas del piso, el coche y el despacho de Montes. Varios agentes la siguieron y la filmaron cuando hacía llamadas sospechosas desde cabinas telefónicas. Lapp utilizó una carta de los responsables de seguridad nacional, una especie de citación administrativa, para tener acceso ilimitado al historial bancario de Montes. Se enteró de que había solicitado un crédito en 1996 en una tienda de CompUSA en Alexandria. ¿Para comprar qué? El mismo modelo de ordenador portátil Toshiba que figuraba en las informaciones originales de antes de empezar la investigación. “Fue maravilloso, maravilloso. Fue una labor detectivesca de las de toda la vida”, recuerda Lapp.

Sin embargo, no había ningún testigo que hubiera visto a Montes entrevistándose con un cubano, escribiendo mensajes cifrados en el trabajo ni metiendo ningún documento secreto en su cartera. Por eso, Lapp se jugaba mucho con el primer registro del apartamento. Necesitaba pruebas concretas de que Montes era espía. Pero no podía permitirse una búsqueda chapucera que despertase sus sospechas. “Han sido siempre mis mayores momentos de tensión profesional, eso de entrar legalmente en la vivienda de alguien, pero sin que esa persona lo sepa y con el riesgo de que te puedan descubrir. Es como ser un ladrón, legal, pero, si te atrapan, toda la investigación se hace añicos”, dice Lapp, quien antes había sido policía.

Había un elemento añadido de urgencia que era el ascenso pendiente de Montes al consejo asesor de la CIA. Carmichael necesitaba retrasarlo sin que se notara. Con la ayuda del entonces director de la DIA, el vicealmirante Thomas Wilson, se le ocurrió un truco muy sencillo. En la siguiente reunión de personal, alguien debía mencionar de pasada que muchos empleados de la DIA estaban en comisión de servicios en otros organismos, una práctica habitual. Wilson se indignaría y anunciaría que todos los traspasos de personal quedaban congelados. La trampa funcionó. Montes no se enteró de que la moratoria establecida en toda la oficina estaba pensada solo para ella. Docenas de supervisores en otros organismos llamaron a Wilson para quejarse, pero la falsa rabieta consiguió que Montes no fuera a la CIA.

Justo cuando la investigación del FBI estaba intensificándose, Ana se enamoró. Había empezado a salir con Roger Corneretto, un responsable de inteligencia que dirigía el programa relacionado con Cuba en el Mando Sur, la instalación militar en la que la red Wasp había intentado infiltrarse. A Corneretto, que era ocho años más joven que Montes, le atrajeron su ambición, sus faldas ajustadas y su cerebro.

Corneretto dice que, al principio, le gustó el reto de tratar de conquistar a la 'Reina de hielo' de la DIA. “Tardé mucho en lograr que me aceptara y, cuando lo hice, me di cuenta de que no había una avalancha de cariño y simpatía que compensaran su carácter y su inexplicable hostilidad hacia gente que eran buenas personas”, recordaba Corneretto en un reciente correo electrónico.

Hoy, Corneretto está casado y sigue trabajando para el Pentágono. Acepta a regañadientes hablar sobre su desgraciada relación. “Nos engañó a todos, a un círculo de gente muy unida, pero yo además estaba saliendo con ella, así que mi sentimiento de vergüenza, culpa, fracaso y responsabilidad personal fue indescriptible”, confiesa. Dice que Montes es “una persona que, con toda su formación, se ofreció para hacer el trabajo sucio para un Estado policial y nunca se ha arrepentido” y declara que “nunca podré perdonarla”.

A pesar de las obvias posibilidades de obtener información que le ofrecía el novio, los investigadores creen que el afecto de Montes era genuino. Ella se hacía ilusiones de crear una familia y abandonar el espionaje. Pero sus jefes no estaban dispuestos a perder a la persona más productiva con la que contaban. “Soy un ser humano con necesidades que ya no podía seguir negando. Pensé que los cubanos me comprenderían”, reveló posteriormente a sus interrogadores. Sin embargo, a los servicios de espionaje eso les da igual. “Fue ingenua y creyó que le iban a dar las gracias por su ayuda y le iban a permitir que dejara de espiar para ellos”, dice el análisis de la CIA.

El 25 de mayo de 2001, Lapp y un pequeño equipo de especialistas en entrar en pisos se introdujeron en el apartamento número 20. Montes estaba de viaje con Corneretto, y el FBI registró sus armarios y cestas de la ropa, examinó los libros ordenados en los estantes y fotografió sus papeles privados. Vieron una caja de cartón en el dormitorio y la abrieron con sumo cuidado. Dentro había una radio Sony de onda corta. Buen comienzo, pensó Lapp. A continuación, los técnicos encontraron un ordenador Toshiba. Copiaron el disco duro, lo apagaron y se fueron.

Varios días después, un fax protegido de la oficina de Washington empezó a escupir papeles con la traducción de lo que habían encontrado en el disco duro. “Fue nuestro momento eureka”, dice Lapp.

Los documentos, que Montes había intentado borrar, incluían instrucciones para traducir las cifras emitidas por radio y otras pistas elementales de espionaje. Un documento mencionaba el auténtico apellido de un agente estadounidense que había trabajado con un nombre falso en Cuba. Montes había revelado su identidad a los cubanos, y su responsable le daba las gracias y le decía: “Cuando llegó, le estábamos esperando con los brazos abiertos”.

No obstante, el FBI necesitaba más datos. Quería las claves que sin duda Montes debía de llevar en el bolso. Carmichael quedó encargado de elaborar un plan para que se dejara el bolso en la oficina. Tal como cuenta él en su libro de 2007, True Believer, el complicado plan de Carmichael consistió en un falso fallo informático y una supuesta invitación a hablar en una reunión que se iba a celebrar en otra planta. La sala donde se iba a hacer estaba tan cerca que era posible que Ana no se llevara el bolso, y la reunión era tan corta que no necesitaba cogerlo para irse a comer después.

El día de autos, dos técnicos de los servicios informáticos se metieron en el cubículo de Montes a investigar un nuevo y molesto fallo del ordenador. Uno de ellos era el agente especial del FBI Steve McCoy. Cuando los colegas de Montes miraban para otro lado, McCoy metió el bolso en su caja de herramientas y se fue. El FBI copió rápidamente el contenido y devolvió el bolso. Dentro tenía las claves de aviso para el busca y un número de teléfono (con el prefijo de zona 917, de Nueva York) que con posterioridad descubrieron que estaba relacionado con el espionaje cubano.

A pesar de todo, sin ningún testigo que hubiera visto en primera persona una entrega de documentos secretos, al FBI le preocupaba que Montes pudiera negociar una resolución que le permitiera salir bien librada. Pero se les estaba acabando el tiempo. Unos aviones secuestrados se habían estrellado contra el Pentágono y el World Trade Center, y, de la noche a la mañana, la DIA se encontró en pie de guerra. Nombraron a Montes jefa de división en funciones, debido a su veteranía. Peor aún, unos superiores suyos que no estaban al tanto de la investigación la escogieron como responsable de un grupo que debía procesar listas de objetivos para Afganistán. Wilson, el director de la DIA, había exigido que se reforzara la seguridad operativa alrededor de ella. Pero ahora quería que desapareciera. Cuba tenía antecedentes históricos de vender secretos a los enemigos de Estados Unidos. Si Montes obtenía el plan de guerra del Pentágono en Afganistán, los cubanos estarían encantados de transmitir la información a los talibanes.

A Carmichael se le ocurrió la maniobra definitiva. El 21 de septiembre de 2001, un jefe llamó a Montes de parte de la oficina del inspector general de la DIA para que fuera urgentemente a hablar sobre una infracción que había cometido uno de sus subordinados.

Montes acudió de inmediato y la llevaron a una sala de reuniones en la que le aguardaban McCoy y Lapp. McCoy hizo de poli bueno e insinuó en términos ambiguos que un técnico o un informador les había llevado a ella. Montes palideció y fijó la mirada en el horizonte. McCoy quitó importancia a su culpabilidad, con la esperanza de que ella tratara de disculpar con excusas inocentes los contactos no autorizados que había mantenido con agentes cubanos. Pero, cuando Ana preguntó si la estaban investigando y solicitó un abogado, la farsa llegó a su fin “Lamento decirle que está detenida por conspiración para cometer actos de espionaje”, anunció McCoy. Lapp le colocó las esposas y acompañaron a Montes en su última despedida de la oficina.

Tenían preparadas a una enfermera, bombonas de oxígeno y una silla de ruedas por si acaso, pero la Reina de Cuba no necesitó ninguna ayuda. “Pensamos que se desvanecería, que se derrumbaría”, dice Lapp. “Pero creo que habría podido llevarnos a los dos a caballo. Salió totalmente tranquila, no diré que ‘orgullosa’, pero llena de serenidad”.

Ese mismo día, un equipo del FBI registró el piso de Montes durante horas, en busca de pruebas. Ocultas en el forro de un cuaderno encontraron las claves manuscritas que empleaba Montes para cifrar y descifrar mensajes, frecuencias de radio de onda corta y la dirección de un museo en Puerto Vallarta, México, donde debía acudir en caso de urgencia. Las chuletas estaban escritas en papel hidrosoluble.

Jim Popkin
El País, 27 de abril de 2013.
Leer también: Un topo en el Pentágono.

lunes, 29 de julio de 2013

"La Reina de Cuba" (I)


Ana Belén Montes lleva 10 años encerrada con algunas de las mujeres más peligrosas de Estados Unidos. Montes, en otro tiempo una condecorada analista de los servicios de inteligencia que residía en un apartamento de dos dormitorios en el barrio de Cleveland Park, Washington, hoy vive en una celda para dos en la cárcel de mujeres de más alta seguridad de todo el país. Ha tenido como vecinas a una antigua ama de casa que estranguló a una embarazada para quedarse con su bebé, una veterana enfermera que mató a cuatro pacientes con inyecciones masivas de adrenalina y Lynette Fromme, “La chillona”, una seguidora de Charles Manson que trató de asesinar al presidente Ford.

Pero la vida en la galería Lizzie Borden de una cárcel de Texas no ha ablandado a la antigua niña prodigio del Departamento de Defensa. Años después de que la atraparan espiando para Cuba, Montes mantiene su actitud desafiante. “No me gusta nada estar en prisión, pero hay ciertas cosas en la vida por las que merece la pena ir a la cárcel”, escribe Montes en una carta de 14 páginas a un familiar. “O por las que merece la pena suicidarse después de hacerlas, para no tener que pasar todo ese tiempo en la cárcel”.

Ana Belén Montes, como en otro tiempo Aldrich Ames y Robert Hansen, sorprendió a los servicios de inteligencia con sus audaces actos de traición. De día, era una estirada funcionaria GS-14 en un cubículo del organismo de inteligencia de la Defensa. De noche, trabajaba para Fidel Castro, conectada a la radio por onda corta para recibir mensajes cifrados que luego transmitía a sus contactos en restaurantes abarrotados y haciendo viajes secretos a Cuba en los que lograba salir de Estados Unidos con una peluca y un pasaporte falso.

Montes espió durante 17 años, con paciencia y metódicamente. Pasó tantos secretos sobre sus colegas y sobre las plataformas avanzadas de escucha que los espías estadounidenses habían instalado en Cuba, que los expertos del sector consideran que es una de las espías más dañinas de épocas recientes. Pero Montes, que hoy tiene 56 años, no engañó solo a su país y sus colegas. También traicionó a su hermano Tito, agente especial del FBI; su exnovio Roger Corneretto, agente de los servicios de inteligencia del Pentágono especializado en Cuba; y su hermana Lucy, con 28 años de experiencia en el FBI y condecorada por su aportación al descubrimiento de espías cubanos.

En los días posteriores a los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, la oficina local del FBI en Miami declaró el estado de máxima alerta. Casi todos los secuestradores habían vivido cierto tiempo en el sur de Florida, y el FBI quería averiguar como fuera si había alguno más que se hubiera quedado allí. Por eso, cuando un supervisor llamó a Lucy Montes y le pidió que fuera a su despacho, a ella no le extrañó. Lucy era una veterana analista linguística del FBI, acostumbrada a traducir cintas de escuchas y otros materiales delicados.

Sin embargo, aquella llamada repentina no tenía nada que ver con el 11-S. Un jefe de grupo del FBI le dijo a Lucy que se sentara. Han detenido a tu hermana Ana, acusada de espionaje, le dijo, un delito que puede castigarse con pena de muerte. Tu hermana es una espía cubana.

Lucy no gritó, no salió corriendo sin dar crédito. Al contrario, la noticia le resultó curiosamente tranquilizadora. “Me lo creí de inmediato. Explicaba un montón de cosas”, recordaba en una reciente entrevista.

Los grandes medios de comunicación informaron de la detención, por supuesto, pero quedó enterrada en las constantes informaciones sobre los atentados. Hoy, Ana Belén Montes sigue siendo la espía más importante de la que menos se ha oído hablar.

Nacida en una base del ejército de Estados Unidos en 1957, Ana Montes es la hija mayor de los puertorriqueños Emilia y Alberto Montes. Alberto era un respetado médico militar, y la familia cambió a menudo de residencia, de Alemania a Kansas y de ahí a Iowa. Se establecieron por fin en Towson, a las afueras de Baltimore, donde Alberto abrió una consulta psiquiátrica privada que tuvo mucho éxito y Emilia se convirtió en una figura importante de la comunidad purtorriqueña local.

A Ana le fue muy bien en Maryland. Esbelta, estudiosa y divertida, se graduó en el Instituto de Loch Raven con una media de 3,9 (sobresaliente); durante su último curso anotó en el anuario que sus cosas favoritas eran “el verano, la playa, las galletas de chocolate, pasarlo bien con gente divertida”. Pero esa actitud sentimental y bulliciosa escondía una distancia emocional cada vez mayor, un sentido desmesurado de superioridad y un inquietante secreto familiar.

De puertas afuera, Alberto era un padre culto y cariñoso con sus cuatro hijos. Pero en realidad tenía muy mal genio y los maltrataba. Alberto “pensaba que tenía derecho a pegar a sus hijos”, diría más tarde Ana a los psicólogos de la CIA. “Era el dueño del castillo y exigía una obediencia total y completa”. Las palizas empezaban a los cinco años, cuenta Lucy. “Mi padre tenía un temperamento muy violento. Nos pegaba con el cinturón. Cada vez que se enfadaba”.

La madre de Ana tenía miedo de enfrentarse a su imprevisible marido, pero, al ver que los malos tratos físicos y verbales persistían, se divorció y obtuvo la custodia de los niños. Ana tenía 15 años cuando se separaron sus padres, pero el daño ya estaba hecho. “La niñez de Montes hizo que se volviera intolerante respecto a las diferencias de poder, la llevó a identificarse con los menos poderosos y consolidó su deseo de vengarse de las figuras autoritarias”, escribió la CIA en un perfil psicológico de Montes marcado con la etiqueta de Secreto.

Su “retraso en el desarrollo psicológico” y los abusos a que la sometió un hombre violento al que relacionaba con el ejército de Estados Unidos “incrementaron su vulnerabilidad a la hora de que la reclutaran unos servicios de inteligencia de otro país”, añade el informe de 10 páginas. Lucy recuerda que, ya de adolescente, Ana era distante y aficionada a criticar. “No nos llevábamos más que un año, pero la verdad es que nunca sentí mucha intimidad con ella. No era una persona dispuesta a compartir cosas, a hablar de cosas”, dice.

Cuando Ana Belén Montes estaba en tercer año en la Universidad de Virginia, durante un programa de intercambio que le había llevado a España, conoció a un guapo estudiante. Era argentino y de izquierdas, recuerdan sus amigos, y a Ana le abrió los ojos sobre el apoyo del Gobierno estadounidense a regímenes autoritarios. España se había convertido en un semillero de radicalismo político, y las frecuentes manifestaciones antiamericanas eran un entretenimiento y una distracción de los deberes. “Después de cada manifestación, Ana me explicaba las ‘atrocidades’ que había cometido el Gobierno contra otros países”, recuerda Ana Colón, otra universitaria que se hizo amiga de Montes en España, en 1977, y hoy vive cerca de Gaithersburg, Maryland. “Estaba ya dividida en dos. No quería ser estadounidense, pero lo era”.

Al acabar la universidad, Montes se mudó durante un breve período a Puerto Rico, pero no consiguió encontrar un empleo que le gustara. Cuando un amigo le dijo que había un puesto de mecanógrafa en el Departamento de Justicia, en Washington, dejó de lado sus reparos políticos. Al fin y al cabo, era un trabajo. Hizo una labor brillante en la Oficina de Recursos sobre Privacidad e Información del Departamento de Justicia. Cuando no llevaba ni un año, después de que el FBI examinara sus antecedentes, el Departamento le concedió autorización para manejar documentos muy secretos, con lo que pudo empezar a revisar algunos de los expedientes más delicados.

Mientras trabajaba, Montes comenzó los estudios para obtener un máster en la Escuela de Estudios Internacionales Avanzados de la Universidad Johns Hopkins. Y endureció sus posturas políticas. Desarrolló auténtico odio hacia las políticas del Gobierno de Reagan en Latinoamérica, especialmente su apoyo a la 'contra', los rebeldes que luchaban contra el Gobierno comunista de los sandinistas en Nicaragua.

Montes tenía una gran trayectoria por delante como funcionaria en Washington y estaba estudiando en una de las mejores universidades del país. Pero además iba a asumir otra tarea muy exigente: entrenarse como espía. En 1984, los servicios de inteligencia cubanos la reclutaron como agente.

Fuentes próximas al caso creen que tenía un amigo en la Escuela que trabajaba para los cubanos y les ayudaba a identificar posibles agentes. Cuba considera “máxima prioridad” la captación de gente en las universidades estadounidenses, según el exagente cubano José Cohen, que escribió en un ensayo que los servicios cubanos se preocupan por identificar en las principales universidades de Estados Unidos a estudiantes con interés por la política que van a “ocupar puestos de importancia en el sector privado y en la administración”.

Montes debió de parecerles un regalo del cielo. Era de izquierdas y simpatizaba con los países acosados. Era bilingüe y había impresionado a sus jefes del Departamento de Justicia con su ambición y su cerebro. Pero, sobre todo, tenía acceso a materiales secretos y era alguien de dentro. “Nunca se me había ocurrido hacer nada hasta que me lo propusieron”, reconoció Montes más tarde a los investigadores. Los cubanos, reveló, “trataron de apelar a mi convicción de que lo que estaba haciendo estaba bien”.

Los analistas de la CIA tienen una interpretación algo más siniestra de la captación. Creen que manipularon a Montes para que pensara que Cuba necesitaba su ayuda, “le hicieron sentirse poderosa y alimentaron su narcisismo”, dicen los documentos. Los cubanos empezaron poco a poco, pidiéndole traducciones e informaciones inocuas que pudieran ayudar a los sandinistas, su causa favorita. “Sus contactos, sin que ella se diera cuenta, juzgaron en qué era más vulnerable y explotaron sus necesidades psicológicas, su ideología y su personalidad patológica con el fin de reclutarla y mantenerla motivada y trabajando para la Habana”, es la conclusión de la CIA.

Montes visitó Cuba en secreto en 1985 y luego, siguiendo instrucciones, empezó a presentar su candidatura a puestos de la administración que le permitieran tener mayor acceso a informaciones secretas. Aceptó un puesto en el Organismo de Inteligencia de la Defensa (DIA en sus siglas en inglés), la mayor fábrica de espías militares del Pentágono en el extranjero.

En los primeros años, Montes cometió un error al confiar a su vieja amiga de España, Ana Colón, que había ido a Cuba y había tenido una aventura con el guapo chico que le había servido de guía en la isla. Montes le contó asimismo que iba a empezar a trabajar en la DIA. “Me dejó estupefacta”, recuerda Colón. “No entendía por qué alguien con sus opiniones izquierdistas quería trabajar para el Gobierno y el Ejército de Estados Unidos”. Montes le explicó que quería trabajar en política y que era, “al fin y al cabo, una chica americana normal”. Sin embargo, días después de la confesión, Montes dejó de hablar con su amiga. Colón la llamó y le escribió una carta detrás de otra durante dos años y medio, sin resultado. Montes no respondía. Colón nunca volvió a saber de ella.

En Miami, Lucy Montes también estaba asombrada por la decisión de su hermana de trabajar para el Departamento de Defensa. Pero era su hermana, la quería, y tenía tantas ganas de conservar la relación con ella que no insistió. Desde su ingreso en la DIA, Ana era cada vez más introvertida y de opiniones más rigidas. “Cada vez me contaba menos cosas de su día a día”, dice Lucy. Lo irónico era que Ana, entonces, tenía muchas más cosas en común con sus hermanos. Si bien Juan Carlos, el pequeño, era propietario de una mantequería en Miami, Lucy y el otro hermano, Alberto, “Tito”, habían decidido trabajar para proteger Estados Unidos. Tito era agente especial del FBI en Atlanta, donde todavía trabaja y donde está casado con otra agente del FBI. Lucy era analista de lengua española del FBI en Miami, un puesto que ocupa todavía y que con frecuencia incluye casos relacionados con cubanos. El que entonces era su marido también trabajaba para el FBI.

De los miembros de la familia, Lucy es la única que ha aceptado ser entrevistada. Ha aceptado hablar por primera vez, cuando han pasado más de 10 años desde la detención de su hermana, para dejar claro lo que piensa de ella. “No estoy de acuerdo con lo que parecen pensar muchos amigos suyos, que lo que hizo tiene una buena excusa, ni puedo entender por qué lo hizo, ni pienso que este país actuara mal. No tiene nada de admirable”, dice Lucy.

Jim Popkin
El País, 27 de abril de 2013.
Ilustración de Andy Potts.
Leer también: Espionaje cubano en el gobierno de Estados Unidos.

viernes, 26 de julio de 2013

Siglo XXI, siglo de especificidades


El siglo XXI amenaza con ser uno de los peores que vivirá la humanidad si no nos ponemos y lo solucionamos. Será, como auguró el filósofo Alain Finkielkraut, el siglo del racismo (cuestionamientos raciales invertidos e impuestos como condicionamientos) y de las religiones; el fin o aniquilamiento de unas el apogeo de otras, añado yo. Digo que el siglo XXI podría convertirse en una pesadilla inhumana sino se enaltece de manera urgente el inmenso papel del arte y de la literatura en la sociedad, del verdadero arte y de la verdadera literatura, y de la ciencia verdadera, y no lo de la charlatanería, el sensacionalismo, la incompetencia y el meroliqueo, que se han ido imponiendo desde finales del siglo pasado.

Internet, que se suponía que fuera un soporte ideal para apoyar las artes y la literatura, así como la cultura en general, y las ciencias, ha ido socavando, o sea más bien dedicándose a todo lo contrario al acto creativo, se ha dedicado en buena medida a acabar con la buena música, con el buen cine, la buena literatura, y hasta el buen periodismo. Lo ha hecho a través de falsedades, robos, superchería, irresponsabilidades, negocios bajos, trueque y mentira.

Una persona que aspire a hacer algo bien, de forma correcta, debe especificarse en su trabajo. El invento del multi-oficio creado por el comunismo y adoptado y practicado por el castrismo sólo aportará un desbarajuste y una insensatez que serán aprovechados para destruir puestos de trabajo, para rebajar a personas altamente calificadas, y reducirles el salario, como mínimo y al mínimo. Eso de que todo el mundo puede hacer de todo no solo es de un barbarismo atroz, además nos conduciría al abismo diario de la ineficiencia y al descalabro social.

Si un advenedizo puede hacer de todo y dedicarse a todo, sin estudiar, sin lecturas, sin preparación, sin cultura, sin un cosmos intelectual, para qué entonces perder tantos años estudiando, leyendo, preparándose, cultivándose, si cualquiera que llegue y se declare: periodista, hacker, escritor, pintor, músico, poeta y loco, ya puede subirse a los pedestales usurpados y desde allí imponer sus mediocres criterios sin que nadie se atreva a cuestionarle ni una palabra ante el temor de ser linchado o lapidado verbalmente y por escrito bajo comentarios anónimos. Eso se llama totalitarismo a pulso.

No comprendo cómo un periodista de profesión puede declararse tan tranquilamente 'hacker'. Dentro de la ética periodística no cabe la falta de profesionalidad y la inmoralidad de los ladrones de la información pública o secreta, de los cacos de datos que internet debiera guardar con celo por respeto a sus clientes y utilizadores, de los espías de la realidad más inmediata, importante o hasta banal.

Del mismo modo no puedo entender que una persona cuya responsabilidad política empieza a ser destacada pueda autocalificarse como un 'electrón libre' cuando es sabido que en la política actual -lejos de lo que ocurría antes, en épocas anteriores, cuando una persona destacaba por sus cualidades y no era fabricada por un grupo de prensa o gobierno- si se alcanza un cierto reconocimiento es porque detrás hay un aparato férreo y concentrado que se ha ocupado de elevar a esa persona, tenga el nivel que tenga, preferiblemente bajo para algunos, a un estrato al que los demás de manera noble y sencilla, en solitario, no tendrían acceso sin un sólido apoyo financiero y sin el impulso y sostén de un equipo que seguramente obedecerá a encomiendas políticas e ideologías, y que son pagados por los magnates de la iglesia católica, del izquierdismo socialista (esa otra religión), y de los ricos de este mundo (petroleros islamistas), y cobran sin ningún tipo de vergüenza por uno y otro, por ello.

Los únicos políticos de la era moderna que accedieron al poder verdaderamente aupados por el pueblo fueron los checos, y no fue coser y cantar. A mi juicio, Václav Havel ha sido de los pocos en explicar mediante un libro titulado Meditaciones estivales, su enorme libertad al decidir no abrazar ninguna ideología, pero eso sí, al tener muy claro de qué lado estaría siempre, del lado de la libertad más entera y de la democracia. Así escribió:

“No quiero decir que siempre tuviera razón, o que la tengo siempre. Si me equivoco, no es más que la consecuencia de la capacidad de captación limitada de mi espíritu, de una falta de atención, una falta de preparación o una total insuficiencia, pero nunca de la ceguera ideológica o del fanatismo. Por este motivo no me preocupa cambiar de opinión cuando me doy cuenta de que estoy equivocado.”

Palabras sencillas, cultas, honestas, de un hombre sabio. De un hombre que jamás movió un ápice su pensamiento hacia nada que pudiera traicionar sus principios, en los que creía junto a otros colegas, y junto a una gran cantidad de checos.

“Rechazo y siempre rechacé alinearme en la derecha o en la izquierda; me hallo fuera de estos frentes políticos-ideológicos y soy independiente; procuro estar atento hasta este punto a conservar mi libertad para poder tener sobre cualquier cosa, sin problemas, una opinión a la que he llegado yo solo, y no estar atado, al respecto, por mi anterior compromiso. Puedo imaginar que una de mis opiniones parezca de izquierdas y otra, por el contrario, de derechas; puedo imaginar, incluso, que la misma opinión a una persona puede parecerle de derechas y a otra persona de izquierdas -y a decir verdad, me da completamente igual-. Y, considerándolo todo, lo que más me contraría es que se diga de mí que estoy 'en el centro'. Definirme de modo tan topográfico me parece completamente absurdo (tanto más cuanto la imaginaria posición del centro depende, sin lugar a dudas, del ángulo desde donde se mire”.

Aquí observamos a un hombre cultivado en todos los aspectos, su pensamiento ha crecido al unísono con su tiempo, se ha ido elevando acompasado con los riesgos que supo tomar, y esos riesgos no dieron lugar de ninguna manera a ser calificados como piruetas despreciables con el ánimo de contentar a éste, o a aquel. Es un hombre que está situado delante de la maquinaria, conduciéndola, y no por el contrario, la maquinaria no lo manipula arrastrándolo y opacándolo. No, es él quien pule a la maquinaria, quien le saca brillo y exige que cada día se muestre más transparente y resplandeciente frente a sus exigencias y a las exigencias de los que demandan eficacia, concretizaciones, y claridades.

El hombre y la mujer del siglo XXI entonces debiera inspirarse en personalidades como Václav Havel, y antes que venderse como un trompoloco a diestra y siniestra, debiera concentrarse en especificidades, agrandarse a la talla de su tiempo, y ya es hora de subir el nivel de las exigencias, de colocarlas a la altura de lo que queremos que disfruten nuestros hijos y nuestros nietos en el futuro. Para conseguirlo no puede venir cualquier advenedizo de los lugares menos libres, menos transparentes, menos desarrollados, de los sitios más sombríos y más dictatoriales, con una mente formateada bajo el yugo de tiranías políticas, ideológicas, económicas e informáticas, a darnos lecciones de nada.

Por muy “genio” que sea, primero deberá demostrar su apertura de pensamiento, su majestuosidad en las ideas y no en las ideologías, su humildad admitiendo que podría estar equivocado frente a otros criterios, y sobre todo, su amplitud cultural, su vastedad espiritual, demostrar resultados reales y no lucir y hasta alardear de los parches de su insondable ignorancia. Y hasta ahora, salvo raras excepciones de una gran generosidad como en el caso de Havel, el único resultado que ha valido la pena es el que nos traen aquellas personas que -pese al egoísmo, la intolerancia, y la superchería- han experimentado y han vivido en las sociedades libres, en los mundos honestos, democráticos; representadas esas sociedades por hombres y mujeres libres, democráticos, honestos, y que han dedicado horas y años de sus vidas al estudio, y a especializarse en dominios muy particulares, con los que han alcanzado altos niveles de desarrollo social y humano.

No me imagino a un científico del siglo XXI vanagloriándose de ser un “touche à tout”, un multi-oficio, engordando con palabrería hueca su colosal ego, y que con semejante rosario de calamidades además consiga despejarnos el camino hacia un descubrimiento esencial que resuelva el problema de la humanidad y salve vidas, por encima incluso de la suya.

Siempre será bueno volver a leer a José Ortega y Gasset, o repasar algunos títulos editados precisamente en la editorial mexicana que lleva el nombre de Siglo XXI para entendernos mejor a nosotros mismos, pero sobre todo conseguir que nos entiendan mejor.

Zoé Valdés
Publicado en su blog el 12 de marzo de 2013, se reproduce con permiso de la autora.

Foto: Václav Havel (Praga, 1936-2011). Tomada de Una pluma contra los tanques.

miércoles, 24 de julio de 2013

Colegios privados existentes en Cuba antes de 1959


Aunque desde el período colonial en Cuba existían colegios privados, a partir de la primera intervención estadounidense (1899) y de la instauración de la República (1902) se incentivó la creación de colegios particulares semejantes a los que proliferaban en Estados Unidos. La Constitución de 1901 daba cobertura legal a su creación.

Con el creciente deterioro de la situación económica, social y política, y dada la impotencia e indiferencia del Estado para resolver el problema de la educación e instrucción de amplios sectores de la población, las entidades privadas fueron cubriendo paulatinamente las demandas existentes de escuelas y maestros.

En la medida en que la escuela pública cubana fue perdiendo el prestigio de los primeros años republicanos y se comenzó a manifestar la ineficacia del sistema escolar que la sustentaba, los colegios privados de diversos tipos y procedencias, comenzaron a extender su radio de influencia. Se fundaron cientos de colegios que abarcaban todos los niveles de enseñanza, desde la primaria hasta la universidad, incluida la educación de adultos.

En 1958, año anterior al triunfo de la llegada al poder de Fidel Castro, según estimados de la época, en la isla habían 2,130 colegios privados con una matrícula de 324 mil alumnos y un presupuesto de 35 millones de pesos.

En los Institutos de Segunda Enseñanza (Pre-universitarios) y en la Universidad, que eran estatales, había que pagar una cuota de matrícula. Por esa razón la denominación popular de colegios o escuelas “pagas” abarcaba solo a las instituciones privadas de la enseñanza primaria como vía de diferenciación de las públicas, que sí eran gratuitas. La existencia de un número señalado de colegios privados en la primera mitad del siglo XX hace necesario establecer una clasificación.

La gran mayoría de los colegios privados dirigidos por religiosos eran católicos y eran los de mayor influencia en la sociedad. Su alumnado -hembras o varones- provenía fundamentalmente de sectores de la media y alta burguesía, aunque muchas familias de grupos sociales menos favorecidos hacían un extraordinario esfuerzo económico (alto costo de la matrícula, uniformes de diario y de gala, ropa deportiva, entre otros gastos) para propiciar que sus hijos mantuvieran relaciones con muchachos de familias acomodadas. Tenían edificios propios con amplios locales para la docencia, campos deportivos, laboratorios, talleres y ómnibus para la recogida y distribución a domicilio de los estudiantes.

Los miembros de la congregación eran los encargados de impartir la enseñanza, aunque también admitían maestros seglares. Casi en su totalidad, eran españoles los profesores que impartían la enseñanza religiosa, pero en la década de 1950 también hubo canadienses, norteamericanos y de otras nacionalidades.

Figuras revolucionarias como Fidel Castro, Raúl Roa y Carlos Rafael Rodríguez, entre otros egresados de colegios católicos, han reconocido que en estos centros encontraron capacidad y consagración en los maestros, un empeño por el desarrollo en sus estudiantes de la independencia cognoscitiva y una disciplina generalizada muy exigente.

Entre los más famosos se encontraban los Colegios de Belén, La Salle, Escolapios (Escuelas Pías), Hermanos Maristas, Sagrado Corazón, Las Ursulinas, La Inmaculada y Nuestra Señora de Lourdes.

La introducción en Cuba de colegios evangélicos -protestantes- y de otras denominaciones y tendencias, está vinculada al período de la primera intervención estadounidense. En esa etapa se propició la presencia de misiones sostenidas por distintas iglesias como la Bautista, Metodista, Episcopal y Presbiteriana. Eran colegios más pequeños y no alcanzaron la influencia de los católicos, aunque algunos gozaron de prestigio, como la Escuela Progresiva, de Cárdenas. En los 50 era notable la labor educacional de los colegios bautistas en la antigua provincia de Oriente.

Estos colegios se sostenían por matrícula, cuotas y subvenciones o ayudas de juntas misioneras o de particulares que cooperaban con la obra educacional. Exigían la asistencia obligatoria de todos los alumnos a los actos patrióticos del país.

Los colegios privados dirigidos por profesores cubanos se inscriben en la mejor tradición de los colegios privados cubanos del siglo XIX. Eran laicos, no tenían una posición antirreligiosa, pero por lo general no enseñaban religión. En su época fueron famosos los Colegios Arturo Montori, Baldor, Trelles, María Teresa Comellas, María Luisa Dolz, María Corominas y el Instituto Edison, entre otros.

Hacia finales de la primera mitad del siglo XX, creció el número de colegios dirigidos por cubanos, pero de pequeño tamaño (de tres a cinco aulas, a lo sumo). No tenían ómnibus ni campos deportivos. Se sostenían por el prestigio y la laboriosidad de sus profesores. Algunos se destacaron como “repasadores” o preparadores de alumnos para el ingreso a las Escuelas Normales de Maestros, a los Institutos de Segunda Enseñanza (Pre-universitarios) o a las convocatorias para ocupar plazas en empresas extranjeras.

En esta relación de colegios privados (o particulares) hay que anotar las “escuelitas de barrio” que enseñaban las primeras letras y cuidaban de los niños más pequeños.

Las sociedades regionales españolas asentadas en Cuba también fundaron escuelas. La inmigración, principalmente de Galicia, llegó a ser tan numerosa que alcanzó un significativo poder económico y social, lo que le permitió construir edificaciones sociales y centros hospitalarios, y ampliar las instalaciones que ya poseían desde la etapa colonial. También destinaron recursos a la superación de los españoles y de sus descendientes en Cuba.

Estos colegios ofrecían instrucción general, pero fundamentalmente dirigidos al desempeño en el comercio y las oficinas comerciales. Los más destacados se ubicaban en La Habana, pero en varias localidades del interior de la Isla existían las denominadas Colonias Españolas, que en alguna medida se ocupaban de tareas educacionales.

Cuatro instituciones mantenían los dos servicios básicos, hospital y escuela: Centro Gallego (el Colegio Concepción Arenal), Asociación de Dependientes de Comercio de La Habana (el Colegio de la Asociación de Dependientes fue el primero que en su sede de la capital levantó un gimnasio), Centro Balear y Centro Asturiano (Plantel Jovellanos).

Muchos colegios privados se especializaron en la preparación de estudiantes para que pudieran trabajar en empresas norteamericanas, inglesas, españolas o de otros países; en bancos, compañías de seguros de vida, casas importadoras de productos industriales y del hogar y firmas publicitarias. Entre ellas encontramos la Nobel Academy y la Havana Business Academy. Esta última alcanzó renombre en el mundo cubano comercial y empresarial y tuvo filiales en cada provincia y en diferentes barrios de la capital. Su organización y estilo de enseñanza era típicamente norteamericano. Los cursos estaban al alcance de los empleados que estaban interesados en progresar. Las asignaturas eran inglés, mecanografía, taquigrafía, contabilidad y secretariado.

Las academias militares o semimilitares, generalmente de enseñanza bilingüe, ofrecían una preparación académica y militar que incluía la práctica deportiva, entrenamiento militar y sobre todo una disciplina castrense. Eran una copia de instituciones similares de los Estados Unidos y tenían como modelo las fuerzas armadas de ese país. No necesariamente estaban vinculadas al Ejército o la Marina de Cuba. Se tenían como una preparación alternativa para formar jóvenes con fortaleza física y espíritu de lucha. Su alumnado provenía de sectores de la burguesía.

La meta de estas academias era estar a tono con el creciente poderío e influencia de los Estados Unidos, potencia que después de finalizada la Segunda Guerra Mundial se encaminaba a ejercer un papel político-hegemónico en el planeta. Las que alcanzaron mayor renombre y matrícula en Cuba fueron: Havana Military Academy, Academia Militar del Caribe, Saint Thomas Military Academy y Loyola Military Academy.

También había colegios filantrópicos. La Sociedad Económica de Amigos del País sostenía un conjunto de colegios, resultado de donaciones y legados que la institución administraba y dirigía con tino, haciendo honor al prestigio que había alcanzado en el período colonial y los primeros años de la República, como los Institutos Zapata, San Manuel y San Francisco, La Encarnación y el Colegio El Santo Ángel.

La Ley No. 16 de 1949 creó las universidades privadas. Entre las más conocidas se encontraba la Universidad de Santo Tomás de Villanueva, fundada por la rama norteamericana de los padres agustinos, en un reparto exclusivo de la capital. Era una institución cara, selectiva, bilingüe, con alumnos procedentes de la alta burguesía. También funcionaron la Universidad Masónica José Martí y la Universidad Rafael María de Mendive.

En enero de 1959, estas universidades privadas desaparecieron mediante la aplicación de la Ley 11 y solo se mantuvieron las universidades estatales.

La enseñanza privada llegó a constituir un negocio lucrativo, porque estaba vinculado con la industria de la enseñanza, desde libros de texto, efectos de escritorio, medios didácticos, uniformes y zapatos hasta implementos deportivos. La magnitud que fueron tomando la extensión y desarrollo de los colegios privados trajo como consecuencia la creación de cuatro organizaciones patronales para defender sus intereses: la Confederación de Colegios Cubanos Católicos, la Federación de Escuelas Privadas Cubanas, la Federación Nacional de Instituciones de Enseñanza Comercial y la Unión de Colegios Evangélicos.

Los colegios privados alcanzaron un alto grado de capacidad socializadora, debido a la organización de campeonatos deportivos inter-aulas e inter-escuelas, clubes de diversos tipos y asociaciones de ex-alumnos. En su ámbito surgieron las Asociaciones de Padres de las Escuelas Privadas. En los días de desfiles y marchas, los colegios privados desfilaban formados marcialmente haciendo gala de sus bandas rítmicas, vistosos uniformes y estricta disciplina.

Tomado de En Caribe, enciclopedia de historia y cultura de los países caribeños.

Foto: El Instituto Edison fue fundado el 4 de noviembre de 1931 por siete hermanos, los Rodríguez Gutiérrez, todos maestros. El nombre fue en honor a Thomas Alva Edison, fallecido unos días antes, el 18 de octubre de 1931. Llegó a ser uno de los mejores colegios privados laicos de Cuba. Radicaba -y continúa radicando- en la calle Poey entre Patrocinio y Carmen, en la barriada habanera de La Víbora. En sus 30 años, hasta su nacionalización en 1961, por sus aulas pasaron miles de alumnos. La Asociación de Ex Alumnos del Instituto Edison en el Exilio cuenta con 835 miembros y cada año, en el mes de noviembre celebra una reunión anual en Miami. Tomado de la página de Juan Pérez.

Leer también: Revistas pedagógicas publicadas en Cuba y Pestalozzi.

lunes, 22 de julio de 2013

Grandes pedagogos cubanos (VIII y final): Aurelio Baldor


Aurelio Baldor, el autor del libro que más temor despierta en los estudiantes de bachillerato de toda Latinoamérica, nació en La Habana el 22 de octubre de 1906. Y su problema más difícil no fue una operación matemática, sino la revolución de Fidel Castro. Esa fue la única ecuación inconclusa del creador del Álgebra de Baldor, un apacible abogado y matemático que se encerraba durante largas jornadas en su habitación, armado sólo de lápiz y papel para escribir un texto que desde 1941 aterroriza y apasiona a millones de estudiantes de toda Latinoamérica.

Más que El Quijote de la Mancha, el Álgebra de Baldor es el libro más consultado en los colegios y escuelas desde México hasta Argentina. Tenebroso para algunos, misterioso para otros y definitivamente indescifrable para los adolescentes que intentan resolver sus "misceláneas" a altas horas de la madrugada, es un texto que permanece en la cabeza de tres generaciones que ignoran que su autor, Aurelio Ángel Baldor, no es el hombre árabe que desde la portada del libro observa a sus alumnos amedrentados, sino el hijo menor del matrimonio formado por José Baldor y Fátima Párraga.

Daniel Baldor, el tercero de los siete hijos del célebre matemático, reside en Miami. Inversionista, consultor y hombre de finanzas, Daniel vivió junto a sus padres, sus seis hermanos y la abnegada nana negra que los acompañó durante más de cincuenta años, el drama que se ensañó con la familia en los días de la revolución de Fidel Castro.

Aurelio Baldor fue uno de los educadores más importantes de Cuba en el siglo XX. En 1932 fundó y dirigió el Colegio-Academia Baldor, que llegaría a tener 3,500 alumnos, 35 ómnibus y varios locales de enseñanza y un alojamiento para los alumnos procedentes del interior, todos en la barriada habanera de El Vedado.

"Un hombre corpulento y tranquilo, enamorado de la enseñanza y de mi madre, y que se pasaba el día ideando acertijos matemáticos y juegos con números", recuerda Daniel. Evoca a su padre caminando con sus 100 kilos de peso y su metro noventa y cinco de altura por los corredores del colegio, siempre con un cigarrillo en la boca, recitando frases de Martí y con su álgebra bajo el brazo, que entonces lucía una sobria carátula roja.

Los Baldor vivían en la playa de Tarará, en una residencia grande y lujosa donde las puestas de sol se despedían con un color distinto cada tarde y donde el profesor dedicaba sus tardes a leer, crear nuevos ejercicios matemáticos y fumar, la única pasión que lo distraía por instantes de los números y las ecuaciones.

La residencia aún existe y la administra el Estado cubano. Hoy forma parte de una villa turística para extranjeros que pagan cerca de dos mil dólares para pasar una semana en las mismas calles en las que Baldor se cruzaba con el Che Guevara, quien vivía a pocas casas de la suya, en el mismo barrio.

"Mi padre era un hombre devoto de Dios, de la patria y de su familia", afirma Daniel. "Cada día rezábamos el rosario y todos los domingos, sin falta, íbamos a misa, una costumbre que no se perdió ni siquiera después del exilio". Eran los días en que los Baldor ocupaban una posición privilegiada en la escalera social de la isla, esmerándose en distribuir justicia social por medio de becas en el colegio y ayuda económica destinada a los enfermos de cáncer.

El 2 de enero de 1959 los barbudos que luchaban contra Fulgencio Batista tomaron La Habana. No pasaron muchas semanas antes de que Fidel Castro fuera personalmente al Colegio Baldor. "Fidel fue a decirle a mi padre que la revolución estaba con la educación y que le agradecía su valiosa labor de maestro, pero ya estaba planeando otra cosa", rememora Daniel.

Los planes los ejecutaría Raúl Castro. Una calurosa tarde de septiembre de 1959 envió a un piquete de revolucionarios hasta la casa del profesor con la orden de detenerlo. Sólo una contraorden de Camilo Cienfuegos, quien con devoción de alumno defendía el trabajo de Aurelio Baldor, lo salvó de ir a prisión.

Pero un mes después la familia Baldor se quedó sin protección, pues Camilo, en un vuelo entre Camagüey y La Habana, desapareció en medio de un mar furioso que se lo tragó para siempre. "Nos vamos de vacaciones a México, nos dijo mi papá. Nos reunió a todos, y como si se tratara de una clase de geometría nos explicó con precisión milimétrica cómo teníamos que prepararnos. Era el 19 de julio de 1960 y él estaba más sombrío que de costumbre. Mi padre era un hombre que no dejaba traslucir sus emociones, muy analítico, de una fachada estricta, durísima, pero ese día algo misterioso en su mirada nos decía que las cosas no andaban bien y que el viaje no era de recreo", dice el hijo de Baldor.

Un vuelo de Mexicana de Aviación los dejó en la capital azteca. La respiración de Aurelio Baldor estaba agitada, intranquila, como si el aire mexicano le advirtiera que jamás regresaría a su isla y que moriría lejos, en el exilio. El profesor, además del dolor del destierro, cargaba con otro temor. Era infalible en matemáticas y jamás se equivocaba en las cuentas, así que si calculaba bien, el dinero que llevaba le alcanzaría apenas para algunos meses. Partía acompañado de una pobreza monacal que ya sus libros no podrían resolver, pues doce años atrás había vendido los derechos de su álgebra y su aritmética a Publicaciones Culturales, una editorial mexicana, y había invertido el dinero en su escuela y su país.

La lucha empezaba. Los Baldor, incluida la nana, se estacionaron con paciencia durante dos semanas días en México y después se trasladaron hasta Nueva Orleans, en Estados Unidos, donde se encontraron con el fantasma vivo de la segregación racial. Aurelio, su mujer y sus hijos eran de color blanco y no tenían problemas, pero Magdalena, la nana, una mulata cubana, tenía que separarse de ellos si subían a un bus o llegaban a un lugar público.

Aurelio Baldor, heredero de los ideales libertarios de José Martí, no soportó el trato y decidió llevarse a la familia a Nueva York, donde consiguió alojamiento en el segundo piso de la propiedad de un italiano en Brooklyn, un vecindario formado por inmigrantes puertorriqueños, italianos, judíos y por toda la melancolía de la pobreza. El profesor, friolento por naturaleza, sufrió por la falta de agua caliente en la vivienda y por el desolador panorama que percibía desde la única ventana del segundo piso.

Aquella aristocrática familia que invitaba a cenar a ministros y grandes intelectuales de toda América a su hermosa residencia de la playa de Tarará, estaba condenada a vivir en el exilio, hacinada en medio del olvido y la sordidez de Brooklyn. Mientras, en La Habana el gobierno verde olivo nacionalizaba el Colegio-Academia Baldor, expropiaba el domicilio familiar y lo convertía en escuela para formar 'pioneros'. La suerte del colegio fue distinta.

Lejos de su patria, Aurelio Baldor trató en vano de recuperar su vida. Asistió clases de inglés junto a sus hijos en la Universidad de Nueva York y al poco tiempo ya dictaba una cátedra en Saint Peter's College, Nueva Jersey. Se esforzó para que sus hijos terminaran sus estudios y cada uno encontró la profesión deseada: un profesor de literatura, un inversionista, una secretaria, dos ingenieros y dos administradores.

Ninguno siguió el camino de las matemáticas, aunque todos continuaron aceptando los desafíos mentales y los juegos con los cuales su padre los retaba a diario.

Con los años, Baldor se había forjado un importante prestigio intelectual en los Estados Unidos y había dejado atrás las dificultades de la pobreza. Sin embargo, el maestro no pudo ser feliz fuera de Cuba.

No lo fue en Nueva York como profesor, ni en Miami donde vivió su retiro acompañado de Moraima Aranalde, su mujer, quien a sus 89 años (edad que tenía en 2009, cuando fue dada a conocer esta reseña histórica) recuerda a su marido como el hombre más valiente de todos. Baldor jamás recuperó sus cien kilos de peso y se encorvó poco a poco como una palmera monumental que no puede soportar el peso del cielo sobre sí. "El exilio le supo a jugo de piña verde. Mi padre se murió con la esperanza de volver", asegura su hijo Daniel.

El autor del Algebra de Baldor fumó su último cigarrillo el 2 de abril de 1978. Al día siguiente cerró los ojos, murmuró la palabra Cuba por última vez y se durmió para siempre. Tenía 71 años. Sus siete hijos, quince nietos y diez biznietos saben que al Dr. Aurelio Baldor Párraga lo mató la nostalgia y el destierro.

Fuente: Reseña histórica divulgada en octubre de 2009 por Daniel Baldor y de la cual se localizan distintas versiones en internet.

viernes, 19 de julio de 2013

Grandes pedagogos cubanos (VII): Arturo Montori


Arturo Montori Céspedes nació en La Habana el 28 de abril de 1878. Era hijo de un capitán del ejército español, y de una cubana. En el período posterior al Pacto de Zanjón (1878), la familia Montori Céspedes se trasladó a Aragón, España, donde Arturo pasó una buena parte de su niñez. Cuando era aún adolescente murió el padre y la madre regresó a Cuba con el resto de la familia. En La Habana encontraron una situación económica desfavorable por lo que tuvieron que albergarse en la llamada Casa de las viudas, situada en la calle Belascoaín, con una pequeña pensión como único sustento.

En 1899, al iniciarse la primera intervención norteamericana en Cuba, y ante la difícil situación por la que pasaba la familia, Arturo logró emplearse en el servicio de limpieza de calles de la capital y en breve tiempo fue ascendido a capataz. Como tenía una buena instrucción primaria, se presentó a los exámenes públicos para ocupar una plaza de maestro.

En 1901 obtuvo el certificado de maestro de primer grado y un año después el de segundo grado. Comenzó a ejercer en una escuela rural próxima al Surgidero de Batabanó, al sur de La Habana. Después de un año, conjuntamente con Ramiro Guerra y Sánchez, organizó una academia preparatoria. En ella se formaron muchos de los maestros de aquella zona y otros que posteriormente llegaron a ejercer el magisterio en la capital.

Desde muy joven, Montori comenzó a mostrar las cualidades que más tarde lo acreditarían como un destacado pedagogo. En noviembre de 1903 fue designado agente de la revista Cuba Pedagógica y comenzó a colaborar con esa publicación. Formó parte del grupo de redactores del Manual para Maestros, que se publicó en esa revista. En 1904, ganó por oposición una plaza de maestro en la escuela dirigida por Gastón de la Vega en La Habana. Durante varios años, allí desarrolló un trabajo altamente apreciado por funcionarios de educación y por la población.

En el curso 1904-05, cuando acababa de cumplir 26 años, matriculó en la Escuela de Pedagogía de la Universidad de La Habana. En enero de 1905 fue designado secretario de redacción de la revista Cuba Pedagógica y en abril del propio año, por decisión de todos sus miembros, fue nombrado director. También en 1905 participó en la fundación de la Asociación de Maestros y Amantes de la Enseñanza y fue elegido vicepresidente. Su prestigio comenzó a extenderse: grupos de maestros solicitaban su colaboración para formar parte de comisiones que gestionaban mejoras en el sistema de instrucción pública, incrementos del presupuesto escolar y aumentos salariales de los maestros. A partir de 1905 comenzó a ejercer como profesor de Metodología y Aritmética en la Escuela Normal de Verano de La Habana.

En 1907 lo nombran director de una escuela pública en la barriada de Luyanó, en La Habana. Posteriormente fue trasladado para la escuela pública número 13. En septiembre de 1908, en pleno auge de la segunda intervención norteamericana, integró varias comisiones que planteaban demandas del magisterio y escribió artículos de críticas al gobierno por la situación prevaleciente en el sector de instrucción pública. Se convierte en un abanderado de la causa de los maestros y en un defensor de la escuela pública cubana.

Por esta época, las nuevas ideas sociales que se difundían en el mundo entero encontraron en Arturo Montori un oído receptivo. Manifestó su simpatía por las luchas de los obreros y en unión de algunos trabajadores, llegó a intentar la constitución de un Partido Radical Obrero. Tan lejos habían llegado sus ideas que el 28 de febrero de 1911 escribió un artículo en la revista Cuba Pedagógica titulado El espíritu de clase del magisterio público. En él declaraba que la redención económica y moral del magisterio y del resto de los sectores sociales oprimidos, solo era posible a través de las propuestas del socialismo.

En enero de 1913 alcanzó el Doctorado en Pedagogía con la tesis La fatiga intelectual. Su medición. Reglas para evitarla o bien prevenirla. Ese año sostuvo una polémica pública con el profesor Alfredo M. Aguayo. En un artículo en la revista Educación, Aguayo sostenía que la escuela popular carecía de ideales, que la instrucción cívica dada en las escuelas se reducía casi siempre a una excitación constante del sentimiento patriótico y olvidaba la historia y la psicología colectiva. Arturo Montori rechazó las opiniones de Aguayo en dos artículos aparecidos en Cuba Pedagógica.

Por otro lado, sus ideales y críticas al entreguismo oficial lo pusieron en una situación difícil frente al gobierno de Mario García Menocal. Durante un tiempo, fue separado del departamento de instrucción pública. En diciembre de 1915 logró obtener por oposición una plaza de profesor de la cátedra de Gramática, Elocución y Composición, Literatura Española y Cubana, en la Escuela Normal para Maestros de La Habana, centro del cual llegó a ser director de 1917 a 1919. Desde su posición en la Escuela Normal contribuyó a la formación de generaciones de maestros a los cuales inculcó el sentimiento patriótico y la necesidad de luchar para darle solución a los problemas nacionales.

Cuando en 1916 se funda la Sociedad de Estudios Pedagógicos, Arturo Montori formó parte de su consejo de redacción, junto a Ramiro Guerra, Enrique José Varona y otros distinguidos profesores. La Sociedad surgió por la necesidad de un movimiento de profesionales dedicados al análisis de los problemas que afectaban la educación en el país.

En 1917, en la Ponencia sobre la reglamentación de las escuelas privadas, trabajo que a Montori le había encargado la Fundación Luz Caballero, respaldó la denuncia formulada por Ismael Clark acerca de las escuelas privadas en general, sobre todo aquéllas donde no se hablaba al niño de patria, ni del lugar que ocupaba en su tierra, ni cuál era su misión.

En 1919 formó parte del movimiento de creación del Partido Nacionalista, organizado contra la injerencia foránea en el Partido Liberal. En 1922 fue candidato del Partido Nacionalista por la provincia de La Habana. A través de diferentes publicaciones periódicas denunció constantemente la corrupción y la mala organización del sistema educacional.

En 1923, con motivo del I Congreso Nacional de Estudiantes, Montori fue reclamado por el movimiento estudiantil, actuando como asesor de la revista Renovación y de la delegación del Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana. Junto con Alfredo M. Aguayo, participó como comisionado técnico para el estudio del plan de la segunda enseñanza y su moralización.

Arturo Montori perteneció también a la Asociación Pedagógica Universitaria, que en 1923 le asignó la responsabilidad de elaborar un proyecto de la enseñanza secundaria. En ese proyecto destacó la necesidad de imprimirle un carácter patriótico a los contenidos de enseñanza secundaria; incluir estudios vinculados con las necesidades económicas de las comarcas donde se ubicaban las escuelas; exigir una preparación adecuada del profesorado y establecer la reglamentación de la escuela privada.

En 1925 fue seleccionado para redactar la parte correspondiente a la educación en el Libro de Cuba, publicado al cumplirse un cuarto de siglo de instaurada la República. En 1926, durante el gobierno de Gerardo Machado, fue designado para ocupar el cargo de agregado técnico de la Secretaría de Instrucción Pública en la Embajada de Cuba en Washington. Posiblemente en este nombramiento influyó su amistad con Ramiro Guerra, quien a la sazón ocupaba el cargo de Superintendente General de Escuelas de Cuba.

En Washington, Montori estudió todo lo relacionado con el funcionamiento de las escuelas secundarias en Estados Unidos y con el movimiento de la Escuela Nueva e hizo una valoración de cómo podrían aplicarse en Cuba algunas medidas que contribuyesen a mejorar la calidad de la enseñanza.

Arturo Montori es reconocido como un destacado educador y publicista, abanderado en Cuba de la Escuela Nueva, que pretendía romper con los estrechos moldes del Magister dixit. En sus trabajos defendió la existencia de la escuela pública, de la enseñanza laica y el papel de la enseñanza de la historia en la conformación del sentimiento patriótico.

Para Montori, reformar la educación implicaba, en primer lugar, dotarla de una correcta filosofía y definir, a partir de ella, las categorías y los principios pedagógicos generales y los didácticos. Escribió varios libros de texto; algunos en colaboración con Ramiro Guerra como El Libro cuarto de lectura y El Libro quinto de lectura. Codirector de Cuba Pedagógica, colaboró además en Cuba Contemporánea, Letras, Nuestro Siglo, Revista Bimestre Cubana y Carteles.

Entre sus trabajos de crítica literaria se encuentra su ensayo Los orígenes de la poesía cubana, publicado en 1914 en Letras, revista habanera. Falleció en La Habana el 12 de junio de 1932.

Bibliografía activa: Cuestiones pedagógicas, Imp. de Comas y López, La Habana, 1908. Crítica del método herbartiano, Imp. de Comas y López, La Habana, 1909. La fatiga intelectual, Imp. de Cuba Pedagógica, La Habana, 1913. Ideales de los niños cubanos, Imp. de Cuba Pedagógica, La Habana, 1914. Función de los estudios gramaticales y literarios en la Escuela Normal, discurso de inauguración del curso 1917-18 en la Escuela Normal para Maestros de La Habana, Cuba Pedagógica, La Habana, 1917. Influencia de las ideas filosóficas en la educación, Imprenta Cuba Pedagógica, La Habana, 1920. Libro segundo de lenguaje, Imp. La Moderna Poesía, La Habana, 1925. Informe rendido acerca del funcionamiento de las High School o Escuelas de Enseñanza Secundaria en Estados Unidos, Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes, La Habana, 1926. Libro primero de lenguaje, 2da. ed., Cultural, La Habana, 1927.

Bibliografía pasiva: Dihigo, Juan: Bibliografía. Modificaciones populares del idioma castellano en Cuba, por el Dr. Arturo Montori, Revista de la Facultad de Letras y Ciencias, La Habana, 1916. Carbonell, José Manuel: Arturo Montori (1878), La prosa en Cuba, Imp. Montalvo y Cárdenas, La Habana, 1928.

Tomado de En Cuba, enciclopedia de historia y cultura de los países caribeños.

miércoles, 17 de julio de 2013

Grandes pedagogos cubanos (VI) Carolina Poncet


Carolina Poncet y de Cárdenas nació en Guanabacoa, el 13 de agosto de 1879. Por línea materna, era prima de José de Armas y Cárdenas, el Justo de Lara del periodismo cubano, y también nieta de José María de Cárdenas y Rodríguez, el Jeremías de Docaransa de las letras y colaborador del padre Félix Varela.

El ambiente familiar influyó en la dedicación a la literatura desde muy joven, porque disfrutó de una biblioteca selecta heredada de sus antepasados. Ya a temprana edad, en 1897, se gradúa de maestra de primera enseñanza y comienza a trabajar en una escuela en su villa natal. Estuvo entre los primeros maestros cubanos seleccionados que en 1901 fueron a la Universidad de Harvard, Estados Unidos.

Sin embargo, lo relevante de Carolina Poncet no fue sólo su dedicación al magisterio, sino que éste siempre estuvo aparejado con su labor como escritora, y específicamente, como investigadora.

En 1904, con su obra Lecciones de Lenguaje, obtiene medalla de plata en la Exposición de San Luis, Estados Unidos. Este libro sería adoptado como texto oficial para las escuelas públicas. Cinco años después, en 1909, realizó un programa de ensayo de Coordinación de Estudios para las escuelas primarias, junto con el doctor Alfredo M. Aguayo de la Universidad de La Habana. En esa misma fecha se gradúa como doctora en Pedagogía con una tesis sobre la enseñanza de la lengua materna.

Su labor como investigadora es amplia y le merece innumerables reconocimientos. En 1910 su Biografía de Joaquín Lorenzo Luaces y estudio crítico de sus obras, le valió el premio del concurso convocado por el Colegio de Abogados. Además, su tesis de graduación como doctora en Filosofía, El romance en Cuba, premiada por la Academia Nacional de Artes y Letras en 1913, representa un estudio exhaustivo sobre el tema, aún no superado en la actualidad. El ensayo le valió elogiosas cartas de Miguel de Unamuno, entre otros conocidos hispanistas.

La doctora Poncet nos dice: "Haciendo contraste al desbordamiento de la décima puramente lírica o satírica, el romance se arrastra en Cuba lánguido y pobre". Menciona algunos de los romances religiosos de José Surí, y analiza los de autores como Domingo del Monte, Francisco Pobeda y Armenteros, Ramón Vélez Herrera, y otros. Pero para ella, "la perla del romance cubano" es Fidelia, de Juan Clemente Zenea. También incluyó los romances españoles conservados en la tradición popular cubana. Es un amplio estudio que no podemos abarcar, pero que muestra la profunda labor investigativa realizada por Carolina Poncet.

Por oposiciones ganó la cátedra de Gramática y Composición de la Escuela Normal para Maestros en 1915. En 1920 viaja por España, Francia e Italia, y tres años después, publica su ensayo José Jacinto Milanés y su obra poética.

Diez años más tarde, en los Archivos del Folklore Cubano aparece su estudio Romances de Pasión, un análisis y recopilación de aquellos romances de la tradición oral española que se conservan en Hispanoamérica y están dedicados a la vida de Jesucristo. Lo importante de este ensayo es que, como buena investigadora, la doctora Poncet transcribe el romance español original y las variantes que el mismo ha sufrido en tierras americanas.

Es el caso del romance Trova de La Habana, que recogió de una vieja mulata nacida en tiempos de la esclavitud, pero a su vez se encuentra con los nombres de Trova de Salas, Oviedo y Trova de Entrepeñas, Zamora, recogido por dos jóvenes españolas recién llegadas a La Habana para trabajar en el servicio doméstico. Por ser tan poco conocidos estos textos, y revestir tanta importancia para los estudios folclóricos cubanos, no puedo sustraerme al influjo de copiar Trova de La Habana, el primero de los romances transcritos por Carolina Poncet:

Por las calles de Jerusalén va la Virgen preguntando/ que si han visto pasar a Jesucristo su amado/
Sí, señora, yo lo vi; hay ratico que ha pasado/ con una cruz en los hombros y una cadena arrastrando,/
y me pidió que le diera un paño de mi tocado/
para limpiarse su rostro que lo lleva ensangrentado.

Caminemos, caminemos, hasta llegar al Calvario,/ que por pronto que lleguemos ya lo habrán crucificado./ Ya le ponen la corona, ya le clavan los tres clavos,/ ya le dan una lanzada en su divino costado./ El que esta oración dijera todos los viernes del año/ saca un anima de pena y la suya del pecado./ Quien la sabe y no la dice, quien la oye y no la aprende/ el día del juicio sabrá lo que esta oración contiene.

Durante la tiranía de Machado, Carolina Poncet fue separada de su cátedra de la Escuela Normal de La Habana por sus actividades contrarias a la dictadura. Después viajó por México y varios centros docentes de Estados Unidos, y a partir de la década del cuarenta realiza una fructífera labor en publicaciones de la época, entre las que se destacan: Algunas ideas pedagógicas de María Luisa Dolz, en la Revista Universidad de La Habana; Algunos aspectos de la poesía de Luaces, en una separata dedicada a Fernando Ortiz, y Los altares de cruz, en Actas del Folklore. Uno de sus últimos textos fue Evocación de Aurelia Castillo, publicado en 1962 en la Revista Biblioteca Nacional José Martí.

En 1955 es declarada Profesora Emérita de la Escuela Normal, y cinco años después, en 1960, miembro de la Academia Cubana de la Lengua. Sobre la labor de Carolina Poncet, la investigadora y también profesora Mirta Aguirre, la evoca de esta forma: "Poco dada, como la excepcional Camila Henríquez Ureña, a la publicación de libros, Carolina Poncet se multiplicaba, en cambio, como aquélla, en numerosas clases, conferencias, cursillos, participación en la confección de planes de estudio, etcétera, lo que hizo que varias generaciones de estudiosos de la literatura le debiesen no pequeña parte de lo más serio de su formación".

Sin embargo, más adelante Mirta Aguirre la califica como "de una atractiva personalidad", pero "contradictoria". Según explica, Carolina Poncet derivó hacia el catolicismo, no entendió los aspectos básicos del proceso iniciado en 1959, aunque no aceptó ofertas para irse del país y colaboró con Juan Marinello, Josefa Vidaurreta y Dulce María Escalona, en los aspectos pedagógicos para una nueva política educacional.

Carolina Poncet y de Cárdenas falleció el 27 de noviembre de 1969 en el municipio habanero de Marianao. Su archivo, recogido por su sobrina, la doctora Carmen Pérez Poncet, autora del ensayo Dualidad de Casal, lo donó al Instituto de Literatura y Lingüística, donde reposa en espera de un estudio profundo sobre esta ejemplar mujer.

Se conoce que los últimos años de su vida fueron de retiro y oración, en una época en la que ser católico era casi un baldón. Tal vez por ello fue su muerte callada, al igual que su legado. Y le debemos a la doctora Mirta Aguirre, militante marxista pero culta, que lo mejor de la obra de Carolina Poncet y de Cárdenas, no sea solamente un archivo más en una institución.

María del Carmen Muzio

Notas: El romance en Cuba en Carolina Poncet y de Cárdenas. Investigaciones y apuntes literarios. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1985.

Palabra Nueva No. 202, diciembre de 2010


lunes, 15 de julio de 2013

Grandes pedagogos cubanos (V): Enrique José Varona


Enrique José Varona nació el 13 de abril de 1849 en Camagüey. Sus padres, ilustrados y de holgada posición económica, lo orientaron al estudio de idiomas y llegó a dominar varios. Se nutrió de la antigüedad clásica, de la literatura española y de autores contemporáneos, que constituyeron la base de sus vastos conocimientos. Aunque estudió en las Escuelas Pías de Camagüey, su formación fue mayormente autodidacta.

El 4 de noviembre de 1869, en los inicios de la Guerra de los Diez Años, estuvo entre los alzados de Las Clavellinas, en las cercanías de Camagüey, pero tuvo que desistir de continuar en la contienda por razones de salud. Fue detenido y encarcelado durante varios días y posteriormente puesto en libertad.

En 1870 publicó una pequeña obra de teatro, La hija pródiga, alegoría dramática en que recriminaba a Cuba por su alzamiento contra España. Años después se avergonzaría de ese intento, al presenciar la saña de las autoridades españolas contra el cadáver del mayor Ignacio Agramonte y Loynaz.

El 4 de julio de 1876, en su discurso Ojeada sobre el movimiento intelectual en América, defendió los valores de la intelectualidad cubana que le había precedido, en particular, de Félix Varela, José de la Luz y Caballero y José Antonio Saco.

Durante la guerra figuró como asesor de la Sección de Literatura y Ciencias de la Sociedad Popular Santa Cecilia, institución cultural de su ciudad natal. Publicó poemas y se mantuvo al tanto de los últimos avances de las ciencias, en particular de la biología. Su primer trabajo sobre esta materia, Heterogénesis, apareció en la Revista de Cuba el 5 de marzo de 1877.

Partidario de la libertad de la ciencia y la enseñanza, Varona abrazó la filosofía positivista, poniendo toda su fe en el progreso de la humanidad y en el desarrollo científico. Los resultados de los estudios que realizó durante la década de los años 70 del siglo XIX, en la década siguiente se plasmaron en sus llamadas Conferencias Filosóficas, sobre lógica, psicología y moral.

También colaboró con Vidal Morales Morales y Julián Gassié, en las tertulias que se celebraban en la residencia de José Antonio Cortina, director de la Revista de Cuba, así como en veladas culturales que reunían a la intelectualidad cubana de la época. Desde mayo de 1878 y hasta 1884, integró la Sociedad Antropológica de la Isla de Cuba. Particularmente estaba interesado en la clasificación de las razas o especies humanas y en su cruzamiento. Participó también en actividades científicas y culturales en el Liceo de Guanabacoa, el Ateneo de La Habana y la Caridad del Cerro.

Al finalizar la primera guerra independentista, condenó la firma del Pacto del Zanjón a través de un poema titulado La Paz, escrito en febrero de 1878. El 8 de agosto de ese año se funda el Partido Liberal, devenido posteriormente en el Liberal Autonomista. Varona, que se había trasladado a La Habana, ingresó en él. Fue vocal de su junta directiva, y también fungió como redactor del periódico El Triunfo.

A diferencia de otros autonomistas, abogó por la abolición inmediata y sin indemnización de la esclavitud. A pesar de las divergencias, representó a su partido en dos ocasiones como diputado en las Cortes españolas. Las contradicciones con la directiva autonomista provocaron que en diciembre de 1885, rompiera definitivamente con el autonomismo.

A partir de ese año, y hasta 1895, dirigió la Revista Cubana, continuación de la Revista de Cuba. En ella publicó críticas encomiásticas a libros sobre la primera guerra de independencia, como Desde Yara hasta el Zanjón, publicado por Enrique Collazo en 1893. Al año siguiente viaja a Nueva York y se entrevista con Benjamín Guerra, tesorero del Partido Revolucionario Cubano, pues el delegado José Martí había viajado a México.

Tras la muerte de Martí, el 19 de mayo de 1895, apenas unos meses después de iniciada la Guerra de Independencia, Enrique José Varona retornó a Nueva York para publicar los editoriales del periódico Patria, donde permanecería hasta noviembre de 1898. A la par de su labor periodística, dictó conferencias y pronunció discursos a favor de la independencia, como su manifiesto Cuba contra España, dirigido a los pueblos hispanoamericanos y en el cual fundamentaba la necesidad de la insurrección en la Isla.

Concluida la guerra e iniciada de manera oficial la primera ocupación militar de Estados Unidos en Cuba, el 1 de enero de 1899, Varona regresa a Cuba. Entre febrero y octubre de ese año se hizo cargo de Patria, un nuevo periódico, y fue redactor de La Discusión. En enero de 1900, como miembro del gabinete del general norteamericano Leonard Wood, ocupó la Secretaría de Hacienda, y posteriormente la de Instrucción Pública. Desde esta última realizó la reforma de la enseñanza media, mediante el denominado Plan Varona.

A mediados de 1900 rechazó su elección como delegado a la Asamblea Constituyente de 1901 por Camagüey. Al año siguiente también se negó a aspirar al cargo de senador, por el Partido Republicano, de la misma provincia. Como parte de su labor docente en la Universidad de La Habana, en 1905 impartió la conferencia El imperialismo a la luz de la Sociología, convocando a mantener la unidad política y étnica del pueblo cubano frente a las tendencias imperiales.

En varios artículos, aparecidos en El Fígaro entre el 2 de septiembre de 1906 y el 20 de enero de 1907, condenó las causas políticas que provocaron la Guerrita de Agosto, y denunció el paso de las riquezas del país a monopolios extranjeros. El 20 de mayo de 1913 suspendió sus labores como profesor en la Cátedra de Lógica, Psicología, Ética y Sociología de la Universidad de la Habana, para tomar posesión de la vicepresidencia de la República hasta 1917, cuando abandonó el gobierno tras la reelección del presidente Mario García Menocal.

Ese año, el Congreso le concedió una pensión vitalicia y al siguiente, el claustro universitario le otorgó el nombramiento de Profesor Honorario. En 1918 emprendió un recuento de su obra política, para ser publicada en dos volúmenes: Por Cuba y De la Colonia a la República. En 1921 pronunció un discurso en la Academia Nacional de Arte y Literatura -a la cual había ingresado en 1915-, que se publicó en Costa Rica con el título El imperialismo yanqui en Cuba. En él confirmaba sus ideas acerca de la pretensión de Estados Unidos de asentar su dominio político en América Latina.

Durante el gobierno de Alfredo Zayas denunció la política injerencista del gobierno estadounidense a través de su enviado especial, Enoch Crowder, y exhortó a la opinión pública a manifestarse en contra de ella. El 12 de enero de 1923 intervino en la asamblea que presidía el líder estudiantil Julio Antonio Mella, en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, a favor de la reforma universitaria.

A partir de 1925 comenzó a denunciar al gobierno del presidente Gerardo Machado Morales, tanto en el orden económico como en el social y el político. A fines del mismo año, su firma encabeza una carta pública del Grupo Minorista, con motivo de la huelga de hambre que protagonizara Mella. A inicios de 1927 participa en el movimiento de protesta nacional contra la prórroga de poderes y la represión machadista. Su firma encabeza un Manifiesto al País, de la recién organizada Asociación Unión Nacionalista, que estaba integrada por políticos tradicionales liderados por Carlos Mendieta.

El 30 de marzo de 1927 abrió las puertas de su casa a jóvenes universitarios que portaban un manifiesto de protesta contra la aprobación del proyecto de modificación constitucional y de prórroga de poderes que posibilitaba la reelección a Machado por un período de seis años. Ese día, la fuerza pública allanó su domicilio, pero no impidió que dirigiera una alocución a los estudiantes presentes. Unas horas después, estos aprobaron el manifiesto Al pueblo de Cuba y a los Estudiantes, donde exponían los hechos ocurridos y su decisión de luchar contra la prórroga de poderes.

En octubre de 1927 organizó y presidió la Junta Nacional Cubana Pro Independencia de Puerto Rico. En los primeros años de la década de los años 30, continuó su labor de reflexión y orientación política hasta la caída de la dictadura de Machado, el 12 de agosto de 1933. Ese año fue visitado por el embajador de Estados Unidos, Benjamin Summer Welles, y también por dirigentes del Directorio Estudiantil Universitario. A los últimos los convocó a mantener su oposición a la política de mediación de Welles, dirigida a favorecer una transición política en Cuba en pro de los intereses norteamericanos.

El 16 de agosto de 1933 escribió Mis consejos, su último artículo. Murió el 19 de noviembre de 1933. Su cadáver fue expuesto en el Aula Magna de la Universidad de La Habana.

Bibliografía activa: Estudios literarios y filosóficos, Librería, Imprenta y Papelería La Nueva Principal, La Habana, 1883. Artículos y discursos, Imprenta de A. Álvarez y Cía., La Habana, 1891. Por Cuba. Discursos de Enrique José Varona, Imprenta El Siglo XX, La Habana, 1918. De la Colonia a la República, Sociedad Editorial Cuba Contemporánea, La Habana, 1919. El imperialismo a la luz de la Sociología, Editorial APRA, La Habana, 1933. Violetas y ortigas, Edición Oficial, La Habana, 1938. Trabajos sobre educación y enseñanza, Comisión Nacional Cubana de la UNESCO, La Habana, 1961. Poesías escogidas. Enrique José Varona, Compilación por Alberto Rocalosano, Editorial Letras Cubanas, La habana, 1983. Enrique José Varona: política y sociedad, Selección e introducción por Josefina Meza y Pedro Pablo Rodríguez, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1999.

Bibliografía pasiva: Agramonte, Roberto: El pensamiento filosófico de Varona, Imprenta Seoane, Fernández y Cía., La Habana, 1935. Entralgo, Elías y otros: Enrique José Varona: su vida, su obra, su influencia, Edición Oficial, La Habana, 1937. Entralgo, Elías: El ideario de Varona en la filosofía social, Departamento de Cultura, La Habana, 1937. Vitier, Medardo: Varona, maestro de juventudes, Editorial Trópico, La Habana, 1937. Roa, Raúl: Retorno a la alborada, Universidad Central de Las Villas, 1964. Guadarrama, Pablo y Edel T. Oropeza: El pensamiento filosófico de Enrique José Varona, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1987. Cairo, Ana: Letras. Cultura en Cuba, Editorial Pueblo y Educación, La Habana, 1989. Instituto de Historia de Cuba: Historia de Cuba. La neocolonia, organización y crisis, desde 1899 hasta 1940, Editora Política, La Habana, 1998. Cordoví Núñez, Yoel: Liberalismo, crisis e independencia en Cuba, 1880-1904, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2003.

Tomado de En Cuba, enciclopedia de historia y cultura de los países caribeños.

Foto: Tomada de Radio Angulo.